sábado, 25 de febrero de 2012

La luz es más antigua que el amor

Ricardo Ménendez Salmón
Seix Barral. Novela, 175 páginas

"Todo este esfuerzo, toda esta lucha de vanidades, toda esta ingente escenificación, ¿para qué? De los demonios que acechan al creador a lo largo y ancho de su tarea, ninguno tan angustioso como la carencia de sentido".
R.M.S.

El asturiano Ricardo Menéndez Salmón -crítico, licenciado en filosofía, autor de no pocos libros- propone que esta novela sea leída como "una obra que se pretende inteligente". Para ella, la carga de sesudas reflexiones no siempre magníficas. Aparece, de tanto en tanto, la fastidiosa primera persona bloguera. No escatima sentencias como la siguiente: "la historia es un auténtico río caudaloso en el que la desmesura y el talento compiten con el azar y el ridículo". Entremezcla géneros y amplía el vocabulario (acaso para demostrar el dictum de Wittgenstein de que la inteligencia puede medirse según la cantidad de palabras que maneje una persona), incluso con jerga de claustros como "ontológico", "anagnórisis" o "aporético". Se asume, por lo demás, como remedo de Thomas Bernhard en cuanto a "exegesis del trabajo ajeno". La apuesta es muy respetable, aunque no ha podido evitar un desagradable vaivén entre genialidad y tedio.

El libro une vida y obra de tres pintores, dos de ellos productos de la imaginación: Adriano de Robertis (1300-1400), Mark Rotkho (1903-1970) y Vsévolod Semiasin (1925-2005). El castillo de San Sepolcro es el factor común, donde "un pintor blasfemo transformó el sufrimiento ante la pérdida de su hijo en un acto de dignidad". Le añade las vivencias del narrador Bocanegra, quien escribe justamente La luz es más antigua que el amor (una metanovela). Los personajes sirven como excusa para meditar -no sin talento- sobre cuestiones trascendentes, caso la naturaleza del arte, la rebeldía ante los poderes establecidos, el amor, la muerte, y la locura.

Atento a las tendencias en boga de la literatura hispanoargentina, o acaso por la urgencia de publicar, o quizás porque sólo le dio ganas de hacerlo así, Menéndez Salmón es otro escribidor que apuesta a la brevedad, la concisión, el capitulito, a dejar con hambre al lector. Idea un personaje fascinante, Pierre Roger de Beaufort -veinte años, cardenal diácono, futuro Gregorio XI- pero lo despacha en pocas páginas. ¡­Qué desperdicio, caray! También podría haberse extendido un poco más en la recreación de Stalin. Esa notoria falta de ambición, se compensa, en parte, por la excelencia de la expresión. Hay frases bellísimas y delicadamente sonoras, párrafos forjados con esmero y luego -suponemos- corregidos hasta que refulgen. El estilo es el hombre afirman, con razón, los ingleses.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

PD: El autor de este libro cae en la tentación de describir fotografías, "filosóficamente", uno de los caminos más trillados entre los intelectuales. Es un remedo superfluo de Barthes, se ha establecido. A mí, este lugar común, me aburre soberanamente. Como se señala en la página ciento veintinueve, "detesto a cierto romano llamado statu quo".

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