miércoles, 16 de mayo de 2012

Carlos Fuentes (1928-2012)

De mortuis nil nisi bonum, advertían los romanos. Es decir, "de los muertos no digas nada a menos que sea algo bueno". Pero no edito un blog, con todo el esfuerzo que implica, para ser complaciente o hipócrita. Sólo un necio podría  negar que Carlos Fuentes fue uno de los grandes de la literatura universal. Nos dejó un novela esencial, extraordinaria, im-pres-cin-di-ble, lo que nunca es poco: La muerte de Artemio Cruz. Y por eso el lector de fuste le estará siempre agradecido. 

De su vastísima producción, rescato otras otras dos ficciones: Terra nostra (aunque aquí no estoy del todo seguro que sea recomendable para el común de los mortales) y la más reciente Todas las familias felices. Pero el resto de su producción novelística -al menos de lo que he leído- me pareció que, en lo que al boom latinoamericano se refiere, está en un nivel muy inferior a la cima en la que refulgen un Onetti o un Guimaraes Rosa, a bastante distancia de Vargas Llosa o Carpentier, y dos o tres escalones más abajo que García Márquez o Roa Bastos (yo creo en las jerarquías literarias, porque el tiempo apremia, se nos va volando y nunca alcanza para leer todo lo que uno desea; es lo que en economía se llama costo de oportunidad). Como ensayista, Fuentes me ha resultado aburrido y previsible. 

Ayer se me pidió una opinión en el diario La Prensa y con retazos de comentarios anteriores, material de archivo y mi experiencia como lector urdí estás líneas apresuradas:


 El último de los grandes muralistas

 En algo se parecía a nuestro Borges. Carlos Fuentes fue el primer mexicano en querer abarcar el universo, según la opinión autorizada de Elena Poniatowska. Esa pantagruélica "avidez cultural", ese "afán totalizador" del último de los grandes muralistas dio frutos excelentes como Todas las familias felices (2006), acaso su última gran novela, un fresco estremecedor de la deriva en que se encuentra la sociedad mexicana. Una obra coral que confirma que en el Distrito Federal están pasando hoy cosas no sólo desagradables sino también malditas.

Entre los novelistas del boom latinoamericano, Fuentes fue el más prolífico de todos, pero también el más desparejo. Por lo general, se consideran a La muerte de Artemio Cruz (1962) y Terra nostra (1975) no sólo sus obras más logradas, sino dos de las mejores novelas en lengua española de todos los tiempos. Empezó a hacer literatura en la d‚cada de los cincuenta y, como destacó Tomas Eloy Martínez su amigo y admirador sin tapujos, cada volumen de Fuentes ha sido siempre "una sorprendente aventura verbal, en la que todo se pone a prueba: desde la estructura del relato hasta el incesante hacerse y deshacerse de los personajes; esa búsqueda sin tregua lo ha llevado a defender otros osados experimentos narrativos como si en ello le fuera la vida''.

Leer a Fuentes es, sobre todas las cosas, bañarse en deliciosa mexicanidad. José Donoso notaba que practicó la deliberada impurificación del castellano, su voz estuvo colmada de tlanes y tepecs. La reflexión sobre el amor o la paternidad, la nostalgia romántica o sexual, el maniqueísmo a veces tan obvio tuvieron en sus páginas regusto a melodrama, jitomates, supeficialidad de bolero, ajonjolí, cursilería y chile picante. Tuvo un gran pericia para tallar malvados pero los personajes positivos nunca se le dieron bien, acaso por ese plaga de la corrección política. El grueso de su producción novelística se asemejó a una corriente caudalosa: como un río crecido arrastró muchísimas cosas pero no todos eran materiales nobles. Borges, quien sino, estableció que cuando un autor se plantea metas muy ambiciosas por lo general estropea las operaciones estéticas. Pero esa ambición colosal, no obstante, lo convirtió a Fuentes en un escritor imprescindible de los últimos cincuenta años.

Si como narrador siempre tuvo como norte a Balzac, como figura pública encarnó el personaje del pensador comprometido a lo Sartre, consejero de reyes y presidentes, y gran conferencista. En los ensayos nunca se privó de homenajear a amigotes y de ajustar cuentas con sus enemigos (Octavio Paz) y con el catolicismo. Sus ideas nunca fueron más allá de los tópicos del progresismo. En una novelita de Cesar Aira (de quien el mexicano pronosticó que sería el primer argentino en ganar el Premio Nobel) un fulano intenta hacer clones de Carlos Fuentes para dominar el mundo con un ejército de intelectuales poderosos.
Guillermo Belcore

1 comentario:

Augusto Wong Campos dijo...

Solo una corrección muy necesaria: Octavio Paz no fue nunca enemigo de Fuentes. Tuvieron una amistad grande durante treinta años, que se interrumpió por culpa de un malentendido (un ensayo de Krauze denigratorio y burlón sobre Fuentes, aunque bueno, publicado en la revista de Paz, "Vuelta"). Esa interrupción nunca derivó en enemistad, sino en una frialdad terrible para los dos, que se querían tanto.