martes, 12 de julio de 2016

Pequeñas y enormes magias del amor

"Dios nos salve de la gente que cree ser más inteligente de lo que es".

M. Cunningham

Es el amor. Con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles, escribió Borges. Sí, pero también con su poética sublime que las antenas de un puñado de escritores talentosos logran captar y transmitir -con palabras bellas y sin sensiblerías- para gozo del lector hedonista. El amor fraternal entre un par de fracasados. La adoración de la chica que Dios te ha entregado para que la cuides, pero que el Diablo te le está robando con, maldito sea su nombre, un cáncer. El loco y santo Eros gay en un maltrecho soldado del amor. El capricho de una mujer madura con un Adonis veinte años más joven, un sentimiento algo maternal y masoquista (tarde o temprano él encontrara una damita de su edad, así es la vida). La pasión por mamá, cuya desaparición repentina y prematura (siempre lo es) te sume en el desamparo. En fin... Borges, cuándo no, tenía razón. El amor son los muros de tu cárcel, como en un sueño atroz. "Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo".

En La reina de las nieves (Lumen, 269 páginas), la novela más reciente de Michael Cunningham (Cincinnati, 1952), personajes desesperadamente humanos (se describen en el primer párrafo) recorren los delicados pliegues del amor. Se trata de una familia ampliada, gente buena, amable, con ideas progresistas. Los hermanos Barret y Tyler Meek. Beth, la novia agonizante de Tyler, músico ignoto de cuarenta y tres años. A Barret se lo define como "un católico perverso y desorientado, incluso cuando estaba en primaria", demasiado absorbido por sus amoríos con personas de su mismo sexo, "demasiado decidido a ser un Byron de nuestro tiempo". Barret es una suerte de genio, obtuvo una beca para Yale, pero carece de la capacidad de elegir y perseverar. Es un osezno que busca el conocimiento por el conocimiento (como Macedonio Fernández). A los treinta y ocho años, se gana la vida como aplicado vendedor en una modesta tienda vintage. Estudia en soledad y en secreto.

Completan el clan, Liz y Andrew. Ella cincuenta y dos años, inteligente; él, veintiocho, sexy, un poco obtuso pero casi nunca causa dificultades. Todos se han convertido en esos neoyorquinos que apenas tienen para ir tirando. Viven en Bushwick, un rincón de Brooklyn venido a menos, como los personajes de la novela. "Si uno vive en ciertos barrios y de cierta manera, más vale que aprende a celebrar la felicidad de las pequeñas cosas", se establece.

La trama ocupa cuatro años. Arranca en 2004, cuando la pequeña comunidad se ilusiona con la posibilidad de que John Kerry frustre la reelección del peor presidente de la historia de Estados Unidos. La segunda parte narra la Nochevieja de 2006. Al parecer se ha producido un milagro, tan inesperado como fugaz. Finalmente, aterrizamos en noviembre de 2008. No, no era un milagro. Hundidos en la desesperanza, todos afirman que Estados Unidos aún no está preparado para un presidente afroamericano.

NARRADOR COMPETENTE


Corrobora Cunningham en su séptima novela que, si bien no tiene la frente ceñida con una corona de laurel, como los grandes de la literatura estadounidense, es un narrador competente. La reina de las nieves toma de Hans Christian Andersen su título y cierta iridiscencia de cuentos de hadas. No se trata de una de esas creaciones esculpidas en bronce llamadas a perdurar hasta el fin de los tiempos, pero la trama es entretenida (los perdedores siempre resultan interesantes), conmovedora por momentos y aborda cuestiones trascendentes, como la creación artística, el consumo de drogas, la atracción sexual, la reacción ante la muerte y -como se dijo- el amor como sentido de vida. Queda, empero, cierto regusto a poco. Quizás con un poco más de ambición artística hubiésemos tropezado con una obra maestra, de esas que mantienen viva la llamarada de la Alta Literatura. Dicho de otra forma, Barret Meeks, el gordito gay al que una luz celestial le devolvió la mirada en Central Park, merecía doscientas páginas más.

La prosa de Cunningham es muy agradable. No desafían al lector las densidades estilísticas, sino que sentimos el arrullo de una escritura suave, con un elegante dominio de la metáfora y el sarcasmo, y una gran capacidad para el diálogo vivaz y el retrato. Lo mejor de todo es la infrahistoria de excéntricos e ilusos. Hay también una reivindicación, convincente, del mundo de los objetivos sencillos; la condena a las ambiciones mundanas, o sea el necio afán por dejar de ser invisible. Establece el autor de Las horas: "¿Es más o menos trágico deslizarse tan discreta y brevemente dentro y fuera del mundo? ¿Haber añadido y alterado tan poco?". Conclusión: renuncia a ser importante y serás feliz.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.


Calificación: Bueno



PD: Hace ocho años elogiaba otra novela de Cunningham: http://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/2008/01/das-cruciales.html
Cómo pasa el tiempo, ¿no?

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